Algumas poucas palavras sobre a invenção do “macartismo”, a grande mentira construída pelos Liberais americanos
Nota: a respeito desse tema eu transcrevi – em outros artigos do blog – dados e comentários produzidos por importantes escritores americanos.
Na década de 90 (principalmente em julho de 1995), após a queda da URSS, vieram a público documentos secretos de arquivos soviéticos e americanos, chamados de “documentos Venona”, além de memórias de chefões da inteligência soviética. Descobriu-se que o famoso senador McCarthy tinha razão quando acusou inúmeros membros do governo americano de serem militantes do Partido Comunista, ou, ativos simpatizantes do comunismo. Não existe a menor dúvida quanto a isso. McCarthy pode ter se enganado em um nome, ou outro, mas acertou no atacado. Gravações telefônicas, cartas, papeis, tudo faz justiça ao caluniado senador
“A Comissão presidida por McCarthy investigou pouco mais de uma centena de pessoas, mas hoje se sabe que havia dezenas e dezenas de agentes infiltrados no governo americano, alguns em posição de influenciar a política interna e externa dos Estados Unidos, como foi o caso de Harry Dexter White. Assim, longe de ter investigado gente demais, o senador, na verdade, fez o serviço pela metade”. (“O caso Rosenberg”, de Assef Kfouri ) Acontece que apesar dessas provas o mito do macartismo persiste, é cultivado dia e noite. Ainda nos contam que McCarthty protagonizou “uma das páginas mais infames da história americana”. Continuam a ser produzidos filmes, artigos, e infinitas referências a esse período “negro”. Dessa forma somos obrigados a suportar as fraudes que os Liberais e Democratas dos EUA fabricam. Estamos mais ou menos acostumados. Mentirosos como eles só mesmo os comunas, que estavam tão viciados em esconder o que faziam que perderam a noção do que era importante, ou não. Qualquer coisa saída da boca de um comuna poderia ser uma mentira, até se ele havia chupado um chica-bon, ou um picolé de abacaxi. Não pensem que estou brincando, é uma experiência pessoal.
O “macartismo” encaixa-se muito bem nesse tipo de mentira que se torna verdade incontestável. É uma das mais célebres falsificações do século passado, e se encontra na boca de todo mundo, ao lado de outras crendices como o “crime da bomba atômica em Hiroshima”,o “crime dos Estados Unidos na guerra do Vietnã” e muita coisa mais. Em nossos dias temos alguns sérios candidatos a se tornarem mentiras irreversiveis: a “falsa”alegação que havia armas de destruição em massa no Iraque, o despreparo de Bush, o “erro” da deposição de Saddam Hussein, o “horror da prisão de Guantânamo”, e assim por diante. Proust nunca ouviu falar em “lavagem cerebral”, mas a conhecia de outra maneira: “Os fatos da vida”, escreveu ele, “não penetram a esfera em que aconchegamos nossas crenças; podem lhes infligir golpes permanentes de contradição e evidência, mas não conseguem enfraquecê-las”
Abaixo, um ótimo texto em espanhol contando o momento do comunismo galopante nos Estados Unidos, e o grave risco que o governo americano correu de ser manipulado diretamente por Stalin. Coloquei algumas fotos dos comunas a que o autor se refere. Muitas dessas figuras ainda são veneradas pelos american liberals, principalmente Alger Hiss. (Foi um dos colaboradores mais próximos do presidente Franklin Roosevelt, particularmente na Conferência de Yalta, trabalhava também para os serviços do Leste e era informante de Stalin). Os infames Julius e Ethel Rosenberg, cuja propaganda liberal clamando por sua inocência, e pedindo sua absolvição, confundiu até os meus pais, também estão nessa galeria. Felizmente a justiça foi feita e eles morreram na cadeira elétrica.
Sobre os comunistas na Hollywood dos anos 1930 Scott Fitzgerald nos deixou esse comentário: “ Não é que não devíamos discordar deles – não devíamos discutir com eles. Qualquer coisa que diséssemos, eles tinham meios de distorcê-la e nos colocar nalguma categoria inferior da humanidade (fascista, liberal, trotskista), e nesse processo nos denegrir tanto intelectual quanto pessoalmente”.
EL DIA QUE STALIN PERDIÓ A LA CASA BLANCA (Diego Trinidad)
Los que han leído algunos de mis artículos de historia y, sobre todo, los que me conocen personalmente saben bien que, como historiador profesional, soy reacio a las teorías conspiratorias. Casi nunca tienen fundamento, y generalmente es una gran pérdida de tiempo siquiera considerarlas. Sin embargo, siempre hago una excepción muy especial. Y es que puedo decir que hubo una conspiración gigantesca en tiempos recientes, y estuvo bien cerca de conquistar el mundo. Fue la conspiración desarrollada por la Internacional Comunista, especialmente activa después de la Segunda Guerra Mundial
Muy pocos saben que, en 1944, una decisión caprichosa pero transcendental del presidente americano, Franklin Roosevelt, evitó que Stalin alcanzara su sueño dorado: colocar en la presidencia de EEUU a su candidato favorito, el vicepresidente Henry Wallace. Wallace no era comunista, pero sí estaba completamente bajo la influencia comunista. Con él en la Casa Blanca, Stalin lograría convertir al Comunismo Internacional en el amo supremo del planeta.
La historia comienza luego de la fatídica Conferencia de Teherán, que reunió en la capital de Irán a Roosevelt, Churchill y Stalin entre el 28 de noviembre y el 1 de diciembre. Fue en esa conferencia, y no en la más célebre de Yalta, que tuvo lugar meses después, donde se tomaron las grandes decisiones relacionadas con Europa Oriental que se iban a materializar en la posguerra. El estrés de la cumbre casi acaba con la vida de Roosevelt. Su frágil salud se resintió gravemente debido a la enorme presión que hubo de soportar. Prácticamente nadie, fuera del minúsculo grupo conformado por sus médicos personales y sus más íntimos asesores, tenía idea de lo enfermo que estaba el presidente norteamericano. Su gran capacidad para disimular su debilidad y su insuperable vanidad lograron temporalmente engañar a casi todos los presentes en la conferencia. Pero a su regreso a EEUU fue imposible ocultar su estado de salud a los gerifaltes del Partido Demócrata, especialmente atentos a cualquier asunto relacionado con Roosevelt porque ya circulaban rumores de que éste trataría de conseguir por cuarta vez la candidatura del partido para las presidenciales, algo insólito.
Como es bien sabido, Roosevelt estaba paralítico de cintura para abajo como consecuencia de la poliomelitis que padeció en su juventud. Con la edad, muchos padecimientos asociados a esa terrible enfermedad fueron cobrando intensidad. Pero Roosevelt pudo con ello. Lo que acabaría costándole la vida fue el asesino silente, la hipertensión, que por aquel entonces ni tenía cura ni podía ser controlada. Sólo había un tratamiento: el reposo. Pero ¿cómo mantener en reposo al presidente de EEUU? Sobre todo si ese presidente era tan activo como Roosevelt, quien micro-manejaba todo lo que podía y tomaba todas las decisiones en la Casa Blanca. Por si eso fuera poco, resulta que Roosevelt fumaba mucho, lo más dañino para los que tienen la presión arterial alta.
Roosevelt regresó de Teherán aparentemente acatarrado por el intenso frío que hizo en la capital iraní. Por cierto, ha de tenerse en cuenta que los viajes presidenciales de aquellos tiempos no eran tan confortables como los de ahora: por lo general, Roosevelt volaba en aviones militares de transporte, que, aunque se modificaban un poco para acomodar al inválido mandatario, seguían siendo gélidos y víctimas de las turbulencias. Sea como fuere, a principios de 1944 Roosevelt parece que contrajo la gripe, que pronto se convertiría en bronquitis, de ahí que en abril se trasladara a la plantación que su buen amigo Bernard Baruch tenía en Georgia, donde permaneció hasta el 10 de mayo. Pero la bronquitis (o lo que padeciera, pues nunca se informó con precisión al respecto) no remitía, y los rumores de que había sufrido una ligera trombosis cobraron fuerza.
Ya de vuelta en Washington, el mismo día 10, el médico principal del presidente, almirante Ross McIntire, otorrino, decidió llamar a cinco especialistas para que lo examinaran. También se consultó a los doctores Paullin, de Atlanta, y Lahey, de Boston. Estos dos últimos dijeron que Roosevelt acababa de superar una infección en los senos nasales y el pecho y recomendaron que siguiera un régimen de estricto reposo, que se le impusiera una dieta rigurosa y que se le administraran masajes y rayos ultravioleta. Extrañamente, no se le prohibió el tabaco, aunque se le recomendó reducir el consumo; recomendación que no siguió hasta prácticamente el día de su muerte.
Los doctores le limitaron la jornada laboral a cuatro horas, y le prohibieron que trabajara de noche. El tratamiento no fue diseñado para una convalecencia, sino para un semi-retiro vitalicio (en 1944, Roosevelt tenía 62 años).
La salud del presidente presentaba un estado calamitoso, tanto desde el punto de vista físico como desde el psíquico. Con esto no quiero decir que estuviera enajenado, pero lo cierto es que su habilidad mental se había resentido notablemente. Estamos hablando de alguien que no era capaz, ni remotamente, de tomar las críticas decisiones que había que tomar en aquellos momentos. Pero su colosal irresponsabilidad y su fatuidad le llevaron a ignorar esas realidades. Estados Unidos y el resto del mundo pagaron muy caro las consecuencias.
Lo que no se supo hasta meses después fue que el Dr. McIntire, quien había proclamado en mayo que la salud del presidente era “perfecta”, seis meses antes, en diciembre, cuando la bronquitis de Roosevelt hacía de las suyas, decidió consultar a un eminente cardiólogo de Boston, el Dr. Howard Bruenn, que acabó siendo requerido para que atendiera constantemente al enfermo, lo cual hizo hasta la muerte de éste, en abril de 1945. McIntire hablaba de la “perfecta” salud de Roosevelt al mismo tiempo que otros médicos le daban un año de vida. Roosevelt sabía bien que moría lentamente, que nada ni nadie lo podían salvar, y que, definitivamente, no sobreviviría a un cuarto período presidencial. (El Dr. Lahey, uno de los últimos médicos que le atendió, y que era de la opinión de que tenía cáncer, le advirtió, ya en 1939, según el reciente libro FDR’s Deadly Secret, de Eric Fettman, de que bajo ninguna circunstancia debía aspirar a untercermandato; pero que si lo hacía debía escoger al mejor candidato posible como vicepresidente, pues casi seguro no sobreviviría los cuatro años). Pero en lugar de escoger al mejor candidato posible a vicepresidente, tomó la decisión más “bizantina” de su carrera política, al decir de uno de sus más prominentes biógrafos, James McGregor Burns.
Quién era Henry Wallace? Wallace nació y vivió la mayor parte de su vida en el rural estado de Iowa, uno de los grandes productores de grano –especialmente, maíz– de EEUU. Estudió biología y se especializó en la genética de las plantas; de hecho, llegó a crear un maíz híbrido que le hizo millonario. Su familia era republicana, y su padre fue secretario de Agricultura en el Gobierno de Harding (1920). Henry se enroló en el Partido Demócrata a fines de los años 20, y cuando Roosevelt ganó la elección de 1932 fue nombrado secretario de… Agricultura. Su desempeño en ese rubro tuvo unas consecuencias atrozmente desastrosas para el país. Sí, era un experto en agricultura, pero no en política agraria, y, como todos los diletantes que incorporó Roosevelt a su primer gabinete, comenzó a experimentar a diestra y siniestra para que los precios de los granos aumentaran. Esos experimentos incluyeron la destrucción de millones de pacas de grano (maíz, arroz, etc.) y de galones de leche, en unos tiempos en que millones de americanos pasaban hambre. De más está decir que los precios de los productos agrícolas no subieron con esas políticas estúpidas y destructivas. Sin embargo, Wallace se convirtió en el ídolo de los radicales del partido, y en 1940 fue recompensado con el cargo de vicepresidente. En 1944 Harry Truman, quien terminó substituyéndolo como candidato a vicepresidente en las últimas elecciones a las que concurrió Roosevelt (una circunstancia que cambió la historia del mundo), declaró que Wallace había sido el mejor secretario de Agricultura de la historia de EEUU. Pero los resultados de sus experimentos dicen otra cosa.
Wallace fue un hombre muy extraño siempre. Experimentó también con sus propias ideas y creencias, y muchos lo consideraban un fanático religioso. No se puede decir que fuera comunista, o cuando menos no de partido. Pero sus simpatías hacia y sus vínculos con comunistas, así como su apoyo incondicional a la Internacional Comunista, son harto elocuentes. Por otro lado, hay cierta evidencia de que fue un agente comunista. (De acuerdo con Venona, un agente identificado como Zamestitel, que en ruso quiere decir “suplente”, podía ser, de acuerdo con los expertos descrifradores, o Harry Hopkins o Henry Wallace. Pero Hopkins fue descartado después de intensas investigaciones. Lo que deja solo a Wallace, aunque nunca fue definitivamente identificado como agente). Definitivamente, estuvo bajo la férrea disciplina de Stalin durante toda la Segunda Guerra Mundial e incluso después, cuando ocupaba la Secretaría de Comercio en la Administración Truman. Sus maniobras a favor de los comunistas de Mao Tse Tung fueron decisivas en la victoria de los rojos chinos en 1949.
Gran parte de la información sobre sus simpatías comunistas, especialmente la relacionada con la posibilidad de que fuera agente del NKVD (precursor del KGB), está en las páginas del Proyecto Venona, uno de los más sonados triunfos de la contrainteligencia militar americana. Puesto en marcha en febrero de 1943 por el director del Servicio de Inteligencia Militar del Ejército, Carter Clarke, se prolongó hasta el final de la guerra, y tuvo por objeto la interceptación de los cables que la URSS enviaba a sus agentes en EEUU. Cuando se descifraron, por fin se pudo constatar la enorme penetración comunista en el Gobierno de EEUU, en todos los niveles (conviene recordar que el primer acto oficial de la primera Administración Roosevelt fue reconocer al Gobierno comunista de Rusia). Esto ya se sabía bien, debido al contraespionaje americano y a las deserciones de comunistas durante la Guerra Mundial y en la Guerra Fría. Pero Venona proporcionó la documentación definitiva sobre dónde, cuándo, cómo y quién espió, sobre los agentes y simpatizantes comunistas.
La penetración comunista en la Administración norteamericana se incrementó tremendamente luego de la invasión alemana de la URSS (1941), que hizo de los comunistas aliados de EEUU. A partir de ese momento se podía apoyar abiertamente a los comunistas, o simpatizar con cualquier causa comunista, sin temor a ser tachado de traidor; es más, ser procomunista casi equivalía a ser patriota, por lo menos para muchos seguidores del presidente y sus políticas.
Poco a poco, los comunistas fueron colocando a sus mejores agentes en los más prominentes departamentos del Gobierno federal, empezando por los de Estado y Defensa (de Guerra, hasta 1948), así como en instituciones y organismos creados durante la contienda tan importantes como la Oficina de Información sobre la Guerra, la Oficina de Servicios Estratégicos (precursora de la CIA), donde un comunista llegó a ser asistente principal del director, Wild Bill Donovan, y la Junta Económica de Guerra. Aquí nos concentraremos en algunos de los más destacados agentes comunistas. La importancia de cada uno de ellos es muy grande, pero resulta difícil decidir quién fue el más notable. El más famoso es, sin duda, Alger Hiss, que llegó a ser uno de los más altos funcionarios del Departamento de Estado durante la guerra. Estuvo al lado de Roosevelt en Yalta como consejero, y terminó su carrera desempeñando un papel relevante en la puesta en marcha de la Organización de Naciones Unidas (San Francisco, 1945). Cuando, en 1948, fue denunciado por Whittaker Chambers ante un comité de investigación de la Cámara de Representantes, se trataba de una figura respetada y prestigiosa, y presidía una fundación dedicada a la caridad. Su juicio por perjurio (no pudo ser encausado por alta traición porque el delito había prescrito) fue, verdaderamente, el juicio del siglo, y no el que se siguió contra O. J. Simpon.
Pero mucho más importante que Hiss fue Harry Dexter White, quien llegó a ser subsecretario del Tesoro y fue acusado, entre otras cosas, de pasar en plena guerra las planchas de los billetes de dólar a la URSS. Su poderoso influjo sobre el titular del Tesoro, Henry Morgenthau, fue casi fatal para EEUU. Las cosas hubieran podido ser aún peores si hubiera salido adelante el plan de White para ruralizar Alemania: la quería sin industrias y dividida en varios territorios; el plan llegó a contar con el visto bueno de Roosevelt, pero jamás fue puesto en marcha. Cuando White fue finalmente descubierto (pero no enjuiciado: se suicidó antes), Truman lo sacó del Tesoro… ¡para nombrarle presidente del Banco Mundial!
Los últimos tres personajes que consideraremos serán Lawrence Duggan, Lauchlin Currie y Harry Hopkins. Duggan llegó a ser jefe del Buró de Suramérica en el Departamento de Estado durante la guerra. Diez días después de ser interrogado por el FBI sobre sus actividades comunistas (de acuerdo con Venona, fue, como Hiss y White, espía del NKVD) se suicidó saltando de la ventana de su oficina en la sede del Departamento de Estado. Por lo que hace a Currie, el principal asistente administrativo de Roosevelt, era miembro de la red comunista de Nathan Silverman e informaba regularmente a sus amos del NKVD hasta de lo que pensaba Roosevelt. Acusado de espionaje después de la guerra, huyó a Colombia, donde se naturalizó y pasó en paz y tranquilidad el resto de sus días. En cuanto a Hopkins, fue el espía más importante que Stalin tuvo en EEUU, aunque esto sigue siendo puesto en duda por muchos.
La importancia crítica de Hopkins se explica porque era el hombre de confianza de Roosevelt; de hecho, fue su último jefe de gabinete. Para mí no existe duda alguna: Hopkins está identificado en Venona como agente. Sea como fuere, lo cierto es que su actitud pro comunista en todas las cuestiones en que tomó parte hasta le quitan importancia al hecho de si fue agente o no: el resultado fue el mismo. En una ocasión, antes de que el comisario de Relaciones Exteriores de Stalin, Vyacheslav Molotov, entrara a la oficina de Roosevelt en la Casa Blanca para discutir la invasión aliada de Europa, Hopkins le detuvo y le dijo qué debía decir al presidente norteamericano para conseguir su apoyo al plan, que en aquel entonces no era visto con simpatía por el Estado Mayor Conjunto norteamericano. En otra ocasión dio su visto bueno a la venta de una gran cantidad de uranio a Rusia, lo cual estaba por entonces prohibido. La orden firmada por Hopkins está consignada.
Para que se tenga una idea mejor del nivel de penetración comunista en la Administración Roosevelt, y de la cuasi criminal negligencia de los que no se enteraron de nada: Whittaker Chambers había informado a Adolph Berle, con pruebas, de que Alger Hiss era espía ya en septiembre de 1939, esto es, casi diez años antes de su denuncia ante la Cámara de Representantes. Berle era a la sazón subsecretario de Estado, y cuando le presentó el caso a Roosevelt, éste se le rio en la cara. Cuando Berle insistió, el presidente, ya molesto, le mandó al infierno con palabras groseras. En otro caso menos importante, pero que muestra todavía mejor la cuasi criminal negligencia de los servicios de inteligencia americanos, un comunista de partido y asesino confirmado, Gustavo Durán, el último jefe del Servicio de Inteligencia Militar (SIM) en el Madrid de la Guerra Civil, general del ejército republicano bajo las órdenes directas del agente del NKVD a cargo de todas las actividades comunistas en España, el también general Alexander Orlov; un hombre que firmó la sentencia de muerte de miles de inocentes cuyo único crimen había sido oponerse a la dominación comunista en España y que quizás hasta mató personalmente a varios, logró escapar de España a Londres, donde se casó con una americana rica, antes de desembarcar en Cuba, donde, recomendado por Ernest Hemingway, se convirtió en ayudante del embajador de EEUU, Spruille Braden. De Cuba, y con el apoyo de Braden, brincó al Departamento de Estado, donde alcanzó altas posiciones; hasta que, en 1945, a punto de ser desenmascarado, pasó a la ONU, donde terminó plácidamente su carrera.
Roosevelt también ignoró la evidencia que le fue presentada por un amigo al que había encargado investigar los asesinatos del bosque de Katyn a principios de la Guerra Mundial, donde el NKVD mató a 12.000 oficiales polacos después de que la URSS, como consecuencia del pacto nazi-soviético, invadiera Polonia. El amigo fue enviado a Samoa por el resto de la contienda, para que no dijera una palabra sobre sus hallazgos. Así era el presidente americano, que en la Conferencia de Yalta se burló públicamente del “imperialista” Churchill mientras en privado llamaba “tío José” a Stalin. Por cierto, mientras duró la Conferencia de Teherán, Roosevelt se alojó en la embajada soviética en la capital iraní por no ofender al tío Stalin, aun a sabiendas de que sus habitaciones estaban repletas de micrófono.
Así las cosas, no parece descabellado pensar que Stalin creyera que Roosevelt podía ser manipulado con facilidad. Si así pensó, acertó de pleno (al revés que Jruschov con Kennedy; y su error de cálculo casi le cuesta al mundo una guerra mundial, a raíz de la Crisis de los Misiles). Además, se daba perfecta cuenta del pésimo estado de salud del americano, por lo que intensificó sus esfuerzos para que Wallace fuera el candidato a vicepresidente en 1944 y heredara el mando del incapacitado o difunto Roosevelt antes de la siguiente elección presidencial. (Por cierto, debido a esa bronquitis que no terminaba de superar, hubo sospechas de que Roosevelt fue envenenado en Tehrán durante su estancia en la embajada rusa).
Ahora volvamos a la histórica decisión de Roosevelt de sustituir a Wallace por Truman. ¿Por qué lo hizo? No se sabe, pero, como muchas de sus decisiones importantes, probablemente lo hizo a última hora y por puro capricho. Es verdad que Wallace tenía una considerable oposición entre numerosos pesos pesados del Partido Demócrata, que le consideraban muy radical y perjudicial para la reelección del presidente. Pero para muchos más seguía siendo el segundo hombre más popular del país, después del propio Roosevelt. Tenía una influencia muy grande en el movimiento sindical, a través de su íntima amistad con el más prominente de los sindicalistas, Sydney Hillman, quien a su vez era socio del jefe del Partido Comunista Americano, Earl Browder.
Dos semanas antes de la Convención Demócrata, que ese año iba a tener lugar en Chicago, Roosevelt se entrevistó con Wallace y le informó de su impopularidad entre los líderes del partido, a lo que Wallace replicó con los resultados de la última encuesta de Gallup, que le daban un respaldo popular del 65%. Haciendo gala de su proverbial duplicidad, Roosevelt había prometido a Wallace que en la Convención leería una carta en la que afirmaría que él era su candidato preferido a la vicepresidencia (probablemente no había decidido aún a quién apoyar, y lo único que valorara positivamente de Truman fuera que no tenía enemigos ni era demasiado conocido). Cuando, finalmente, le dio la carta de marras, Wallace vio que en ella sólo recibía un apoyo parcial, y que tanto Truman como el juez de la Corte Suprema William Douglas (quien, andando el tiempo, descubrió las “zonas oscuras” de la Constitución que llevaron a la legalización del aborto a raíz del fallo Roe vs. Wade) eran considerados candidatos igualmente aceptables. La víspera de la Convención, y en un vagón especial estacionado detrás del recinto en que se iba a celebrar aquélla, Roosevelt se reunió con el presidente del Partido Demócrata, Robert Hannegan, y selló su traición a Wallace. Ahora bien, Roosevelt exigió que su compañero de ticket contara con la aprobación del Hillman, y el líder sindicalista se decidió por Truman.
Como se hizo obvio que Roosevelt no quería a Wallace, y aunque éste recibió más votos en la primera vuelta, el vencedor fue Truman, que, como hemos visto, sin saberlo ya se había asegurado la candidatura el día anterior…
Wallace desempeñó el cargo de secretario de Comercio en el último Gabinete Roosevelt, y cuando Truman accedió a la presidencia lo mantuvo en el puesto durante un tiempo; hasta que se deshizo de él por sus manifestaciones procomunistas a la prensa, cada vez más frecuentes. En 1948 Wallace aspiró a la presidencia como candidato de los partidos Progresista y Laborista, ambos dominados completamente por los comunistas, pero quedó en cuarto lugar, por debajo incluso del dixiecrat (demócrata partidario de la segregación racial) Strom Thurmond. Murió olvidado en 1965.
¿Por qué perdió Stalin la Casa Blanca aquel el 14 de julio de 1944? Veamos. Roosevelt fue reelegido en noviembre de ese mismo año y murió en abril del siguiente, por lo que la presidencia pasó a manos de su vice, Truman. Si se hubiera decidido por Wallace, Stalin habría ganado la Casa Blanca. Wallace hubiera escogido como secretario de Estado a Lawrence Duggan, y como secretario del Tesoro a Harry Dexter White. Su jefe de gabinete, al menos en los primeros días (como lo fue de hecho con Truman), hubiera sido Harry Hopkins. Duggan, Dexter y Hopkins eran comunistas. No lo digo yo: lo dijo el propio Wallace. Christopher Andrew y Vasily Mitrokhin, que publicaron dos importantes libros hace algunos años, basados en los archivos del KGB, que estuvieron accesibles por breve tiempo a principios de los años 90, concluyeron lo siguiente en el primero de ellos, The Sword and the Shield (“La espada y el escudo”):
El hecho de que Roosevelt (…) remplazase a Wallace con Harry Truman como vicepresidente en enero de 1945 privó a la inteligencia soviética de lo que hubiera sido su éxito más espectacular en la penetración de un Gobierno occidental (pp. 109-110).
Aunque Wallace no fuera comunista, todos estos hombres sí lo eran. Y todos, incluyendo a Wallace, hubieran sido controlados por Stalin. Sin guerra. Sin disparar un tiro. Sin muertos. Los comunistas serían, al fin, dueños del mundo. Después de todo lo que logró en Teherán y Yalta, en buena parte gracias a Roosevelt, Stalin quería más. Lo quería todo. Pero lo perdió todo cuando Roosevelt se decidió por el desconocido Harry Truman en lugar de por el conocidísimo Henry Wallace.
Qué manera, la de Roosevelt, de escoger a su sucesor, pues sabía que le quedaba poco de vida! Pero a veces el destino –o Dios– interviene en la vida de los humanos. Esta intervención nos salvó a todos. Y cambió el curso de la historia. Truman, con todos sus defectos, se enfrentó a Stalin desde el principio. Bajo su presidencia se elaboró la doctrina de contención del comunismo. Después vino el Plan Marshall, la reconstrucción de Europa, la creación de la OTAN. En 1953, Stalin moría sin haber alcanzado su máximo triunfo.
Roosevelt, en vez de escoger a Truman por pensar que era quien menos daño haría a sus aspiraciones para un cuarto período, pudo –y debió– haber escogido al mejor candidato para sucederle al frente de la nación. Y ése no era otro que el llamado “presidente asistente”, James Byrnes, quien fungía en 1944 como jefe de la Oficina de Movilización para la Guerra, y cuyo despacho se encontraba a sólo unas puertas del Oval. De haber accedido al cargo, reunía las condiciones para haber sido el mejor presidente de la historia de EEUU. Fue miembro de la Cámara de Representantes y senador por Carolina del Sur, juez de la Corte Suprema por un año (renunció para trabajar con Roosevelt), director de varios departamentos ejecutivos, secretario de Estado con Truman y, finalmente, gobernador de Carolina del Sur. El propio Roosevelt sabía que Byrnes era el mejor candidato posible, y así lo dijo públicamente en diversas ocasiones. Pero era demasiado “conservador”, sobre todo para los sindicatos y para los ultrarradicales del partido. Así que Roosevelt, con su acostumbrada irresponsabilidad y frivolidad, lo descartó en beneficio de quien en 1944 era poco más que un cero a la izquierda.
Truman terminó siendo mucho mejor presidente de lo que nadie hubiera pensado. Pero eso no quiere decir que fuera un buen presidente, sobre todo en el ámbito de la seguridad nacional. La penetración comunista del Gobierno federal siguió ahí, sin que el nuevo presidente hiciera mucho al respecto. A Alger Hiss lo defendió hasta el final de su vida, aun después de que fuera condenado por perjurio tras mentir sobre sus actividades comunistas. Uno de sus secretarios de Estado, el legendario George Marshall (famoso por el Plan Marshall… aunque ni lo ideó ni tuvo mucho que ver en su puesta en marcha), fue un desastre en tal cargo, y aunque no se le debe acusar de comunista (como hizo tontamente el senador Joe McCarthy, lo que eventualmente le costó su destrucción por un vengativo presidente Eisenhower), en verdad su actuación ayudó enormemente a la causa comunista en el mundo entero. Marshall, militar de carrera, era un hombre sin un ápice de experiencia política, y la increíble penetración comunista en el Departamento de Estado bajo Roosevelt y Truman aseguró que todo el asesoramiento que recibiera proviniese de agentes comunistas. Truman, además, cometió muchos errores de juicio (debido a su poca experiencia), y su política doméstica fue pésima: entre otras cosas, procedió a la congelación de precios y sueldos, lo que, cuando, tiempo después, se levantaron esos controles, desató un gran inflación.
Nada de esto es especulativo. Tampoco es mi interpretación de los hechos. No. Son los hechos,que hablan por sí mismos. Todo esto sucedió como les he contado. Wallace nunca hubiera tomado las decisiones que tomó Truman. Qué hubiera hecho Wallace en la presidencia es algo que no sabemos, aunque no hubiera sido de extrañar que siguiera la línea de Stalin al pie de la letra. Sea como fuere, el mundo hubiera sido muy distinto si Roosevelt no hubiera tomado aquella histórica decisión el 14 de julio de 1944, el día que Stalin perdió la Casa Blanca.